Vergüenza

SINGLADURA

Casos como el del ex gobernador tamaulipeco, Tomas Yarrington, nos causan cada vez menos sorpresa, lo cual es grave de suyo. Hay razones de sobra para explicar esa pérdida de asombro, que refería hace años el periodista polaco Ryszard Kapuściński.

¿Por qué esa merma de asombro entre los mexicanos? Hemos visto casi de todo, pero lo peor es que no pasa nada.

Los ejemplos se multiplican. Citemos sólo algunos episodios contemporáneos como el levantamiento armado en Chiapas del subcomandante Marcos, el asesinato de los 43 muchachos normalistas de Ayotzinapa, el medio centenar de niños quemados en Sonora, la guerra criminal y estúpida del calderonato, la violenta reacción social del “gasolinazo” de enero último, los asesinatos cargados de impunidad de decenas de periodistas en México, la tragedia de San Juanico. Casos emblemáticos éstos de una lista que podría ser interminable, pero que necesariamente tiene que ajustarse a este espacio.

Podríamos citar un número infinito de corruptelas a cargo de funcionarios de todos los niveles del Estado mexicano a lo largo de muchas décadas. Los casos de Duarte de Ochoa, Duarte Jacques, Yarrington, Roberto Angulo, Padres, Andrés Granier Melo, Mario Villanueva y una extensa lista más, sólo confirman que en México ya casi nada nos asombra porque nos hemos prácticamente acostumbrado a los abusos del poder, desde los rangos más bajos hasta los más altos, incluyendo el poder presidencial.

¿Deberían sorprendernos entonces casos como los de Yarrington, cuyas ligas criminales siguen sujetas a una investigación fuera de México? Claro que sí deberíamos estar sorprendidos. No deberíamos verlo como un caso más de la extensa red de corrupción que envuelve, acecha o ensombrece el quehacer político del país al punto de que ya casi aceptamos esa práctica como un fenómeno “normal” o consustancial al ejercicio del poder público mexicano.

¿Qué hacer? Al menos indignarnos primeramente y luego –algo clave- no olvidar jamás para ejercer el castigo correspondiente cuando podamos hacerlo, casi seguramente en las urnas, una de las pocas oportunidades que tenemos.

Pero hay más por hacer. Hay que convertirnos en ciudadanos y dejar la etapa infantil en que habitamos nuestro propio país. La indolencia, apatía o como quiera llamarse a la actitud de “a mi no me importa”, “yo mejor no me meto” o “a mi no me afecta” está teniendo costos crecientes para todos los mexicanos.

Es tiempo de asombrarnos y reaccionar ante tanta desvergüenza. México es nuestra casa y el país de nuestros hijos. ¿O no?

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