La renuncia del titular de Comunicaciones y Transportes, Javier Jiménez Espriú, la víspera, por diferencias de criterios con el presidente Andrés Manuel López Obrador en torno a la designación de militares en puertos y aduanas del país, hundidos en la corrupción, llama la atención porque revela de nueva cuenta la obcecación presidencial y la negativa del mandatario a escuchar voces discrepantes o simplemente diferentes de la suya, la única válida dentro del gobierno federal.
Queda claro, si es que alguna duda había, que el único que manda en México es el presidente López Obrador, un gobernante que se siente infalible, que poco o nada escucha y que experimenta un elevadísimo egocentrismo tras el bautizo de fuego que recibió en julio del 18 con la participación nada menos que de 30 millones de votantes a su favor. Es lo que podríamos definir como el estilo personal de gobernar de López Obrador. Dicho en términos coloquiales, López Obrador es un político convencido de que sólo sus chicharrones truenan y deben tronar. Quien se oponga o aún difiera de este principio central de su gobierno, pues que se vaya, a donde quiera pero que se vaya. Es como decían los mayores de antes a sus hijos: y si no te gusta, pues la puerta está bien ancha.
Lo dijo el propio López Obrador hace poco más de un mes tras la renuncia de la titular del Consejo Nacional para la Prevención de la Discriminación (Conapred), Mónica Maccise. “Cada quien es libre de decidir y lo más honesto es no estar ocupando un cargo si no se tiene afinidad con el proyecto que se está aplicando, eso es lo más honesto", dijo entonces.
Y remató: “quienes no compartan la política de transformación que se está llevando a cabo, pues con toda la libertad pueden decidir no trabajar en el Gobierno”.
Antes, fue más que claro al ratificar que se está con la transformación que él encabeza o en contra de ésta. “Nada de medias tintas, o se está por la transformación o en contra; o somos conservadores o somos liberales”, recetó el mandatario a principios de junio pasado durante una gira por el Estado de Veracruz.
Así pues, la 4T y el presidente en particular rechaza cualquier media tinta, matiz o consideración así se trate de figuras relevantes y con luz propia dentro del equipo de gobierno. Se desperdician así los talentos, formación académica y experiencia de muchos de sus colaboradores de primera línea. Pero eso no importa, según lo ha dicho nuestro propio presidente, quien contrata al candidato que reúna 90 por ciento de honestidad y 10 por ciento de experiencia.
López Obrador, en su instinto natural de controlar todo el aparato gubernamental, hace invariablemente la tarea del antiguo profesor con su varita de mimbre cada vez que cualquiera de sus subalternos utiliza la palestra mañanera del Palacio Nacional y quien se sale del guión presidencial, recibe su reglatazo, la única metodología del poder lopezobradorista.
Actuó de igual forma, como todo genio y figura, cuando se registraron las renuncias del entonces titular de Hacienda, Carlos Urzúa y más tarde del director del IMSS, Germán Martínez.
“El (Urzúa) no está conforme con las decisiones” de la 4T, dijo López Obrador apenas unas horas después de la candente renuncia del titular de Hacienda.
“Él no está conforme con las decisiones que estamos tomando y nosotros tenemos el compromiso de cambiar la política económica que se ha venido imponiendo desde hace 36 años, como es un cambio, una transformación, a veces no se entiende que no podemos seguir con las mismas estrategias, no se puede poner vino nuevo en botellas viejas, y es cambio de verdad, transformación, no simulación", argumentó.
Urzúa había dicho que "en esta administración se han tomado decisiones de política pública sin el suficiente sustento". Pero esa severa afirmación del hasta entonces jefe de las finanzas públicas del país no concitó siquiera una reflexión presidencial. Que se vaya si no está de acuerdo, repitió la receta.
En relevo apresurado de Urzúa llegó el hidalguense Arturo Herrera, quien para salvar su cargo ha soportado casi con estoicismo las reprimendas y descalificaciones públicas de su jefe, el presidente.
La más reciente de estas descalificaciones ocurrió la víspera cuando López Obrador negó que el uso del cubrebocas fuera una alternativa para la reactivación de la economía, como sugirió Herrera.
“Si fuese el cubrebocas una opción para la reactivación de la economía pues me lo pongo de inmediato, pero no es así”, apuntó López Obrador. “Es muy desproporcionado. No creo que haya dicho eso”, expresó antes de ceder la palabra al propio Herrera para explicar sus dichos. Herrera dijo que sus palabras sólo fueron una “analogía” en el contexto de una reunión con Canacintra y volvió a aguantar vara como lo ha hecho al menos dos veces más, en las que el presidente lo reconviene públicamente.
“No comparto su punto de vista”, argumentó de igual forma el presidente cuando se le preguntó sobre la salida de Martínez Cázares de la Dirección General del IMSS en mayo del 19 tras argumentar en su carta de renuncia que “ahorrar y controlar en exceso el gasto en salud es inhumano. Ese control llega a escatimar los recursos para los mexicanos más pobres”. Esto, claro, antes, mucho antes del Covid-19.
Así que lo que tenemos en Palacio Nacional es un político de casi casi 24 horas, que eclipsa, ensombrece y apabulla prácticamente a sus colaboradores de primera línea. ¿Conviene esto? ¿Puede un hombre solo gobernar un país de casi 130 millones de personas sin el consejo, la opinión, la asesoría, el conocimiento y aún la experiencia de sus colaboradores más cercanos? ¿Bastan 30 millones de votos para convertir en sabio a un político? ¿Sabrá nuestro presidente que operan en distintos puntos del globo los llamados “think thank” o que muchas grandes empresas contratan a equipos de expertos para que sólo se dediquen a pensar de manera tal que enriquezcan la acción?
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@RobertoCienfue1