Al escribir estas líneas me pregunto si son importantes las cifras de muertes, contagios, sospechosos y aún los casos de personas estudiadas para determinar el ritmo de la pandemia del Covid-19 en México. ¿Es importante acaso que noche a noche las autoridades sanitarias del país, nos revelen nuevos números sobre la terrible enfermedad?
Después de todo es un hecho que las cifras tienen un subregistro, admitido oficialmente. ¿Entonces de qué sirven? Ni siquiera conocemos, y nadie lo sabe, el drama humano –no hablemos de otros fenómenos asociados- que involucra la pandemia.
Lo cierto es que día a día nos enteramos de personas, amigos algunos de ellos, afectados y aún muertos por la enfermedad que se solaza, se desplaza y cobra demasiado alto en México y el mundo. De poco importa. La muerte tiene permiso por estos meses.
Apenas la víspera, por ejemplo, un repiqueteo a ritmo de jazz –menos mal- del teléfono móvil me levantó de la mesa dispuesta para la comida. La llamada, no identificada y en consecuencia hecha por alguien sin registro, fue de una doctora, esposa de un buen amigo mío.
¿Señor Cienfuegos? Escuché a la Doctora del otro lado de la línea telefónica, móvil, claro. Dígame, respondí. ¿En qué puedo servirla? ¿Quién llama? Repregunté. Soy la esposa de Arturo –el apellido lo reservo por respeto a mi amigo- Ah, sí, dígame Doctora, ratifiqué. Lo llamo para informarlo de la muerte de Arturo, soltó. Quedé perplejo. No daba crédito. Se me enchinó el cuero, como decimos a veces.
Conocí a Arturo hace unos 20 años. Rápido nos hicimos amigos en el centro de trabajo común. Me aventajaba en edad por una decena de años, pero esa diferencia nunca nos alejó. Ambos dejamos la empresa en la que coincidimos. Uno después del otro con alguna diferencia de momentos. Eso no impidió la amistad, tampoco la cortó, para decirlo casi con aquella remembranza infantil del “córtala”, tan habitual en las escuelas primarias de hace más de cuatro décadas.
Arturo y yo seguimos frecuentándonos y hablábamos con el menor pretexto. Recién en septiembre pasado conversamos y planeábamos vernos en poco tiempo más. Ya nunca ocurrió.
La esposa de Arturo me contó que éste fue cuidadoso los primeros cuatro meses de la pandemia. Extremaba precauciones y cuidados personales. Salía de casa sólo para lo indispensable. Mantenía en alto su buen humor y optimismo, me confió.
Pero después de cuatro meses de duro confinamiento y disciplina, Arturo se fatigó de tanto rigor. “Sólo buscas un pretexto para salir”, me refirió su esposa que le decía en tono de reclamo o queja.
“Nunca supimos cómo se contagió Arturo”, me contó. Comenzó a salir con una frecuencia relativamente mayor. Se daba sus escapadas porque cada vez estaba más aburrido en casa. Pescó el virus sin advertirlo, sin saberlo. Fue hospitalizado en condiciones críticas en el IMSS de Los Venados. “No quiso que lo intubaran”, me dijo la esposa de Arturo. Su vida se extinguió en menos de una semana. Rápido e inexorable como un reloj. Se detuvo su vida.
La muerte de Arturo me impactó en forma directa. Como siempre ocurre ante la muerte, quedan demasiados asuntos pendientes, colgantes, proyectos interrumpidos, cortados. Nada qué hacer es lo único por hacer. Es un absoluto, parece. Recordé a Alberto Quintero y su famosa frase: “la muerte es un acto infinitamente amoroso”. Traté de encontrar resignación, consuelo si acaso.
Anoche por ejemplo, la Secretaria de Salud nos informó que México suma 804 mil 488 casos confirmados, negativos 948 mil 928. Muertes 83 mil 096 por Covid-19; y al día de hoy (la víspera) se tienen 299 mil 866 casos sospechosos totales, con 370 defunciones y más de dos millones 53 mil.282 personas estudiadas.
Aun me pregunto si en el informe oficial de cada noche, habrán incluido a Arturo o el número que le asignen estará pendiente aún para un nuevo informe posterior. ¿Importa? ¿A un número se redujo su vida?
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@RobertoCienfue1