Casi inimaginable pero Estados Unidos vive las horas más peligrosas y de un alto potencial de violencia tras las elecciones del martes 3 de noviembre. Testimonios de ciudadanos radicados en el país vecino indican a Singladura que es una suerte que hasta este momento no haya estallado algún polvorín violento, en particular atizado por el presidente y
candidato a un segundo periodo en la Casa Blanca, Donald Trump, quien hoy alega fraude y manotea presa de la desesperación ante la mesa electoral estadunidense.
Un venezolano prominente como Moisés Naim, ex miembro del segundo gobierno que encabezó el fallecido presidente Carlos Andrés Pérez, dijo hace dos noches en una entrevista con CNN que Trump venderá cara su derrota, si es que las votaciones confirman con los resultados oficiales lo que se perfila ya en este momento como una tendencia casi irreversible en favor del aspirante demócrata Joe Biden.
Sobre este presagio, mis fuentes en California y Texas coincidieron. Más todavía, se sorprenden que aún no se haya suscitado un episodio violento, atizado por las huestes trumpianas, armadas y dispuestas a derramar sangre en cualquier momento.
Es más, me aseguran que hay que descartar que el hoy ocupante de la Casa Blanca pudiera en algún momento del lunes o martes próximos y con inesperada lucidez y/o amor patrio, aceptar su eventual derrota. “Eso no lo hará Trump”, afirma una de mis fuentes, que prefiere omitir su identidad, pero que radica en San Francisco, California.
Según esta fuente, Trump ha envilecido la estructura gubernamental en sus casi cuatro años de gestión. Desarticuló cuanto pudo con el apoyo republicano, que tiene prácticamente en la bolsa. Se descarta en consecuencia que haya una distancia y raciocinio republicano suficientes para contener la rabieta de un Trump que enfrenta investigaciones judiciales por presunta evasión de impuestos.
La doctora Brandy Lee, una psiquiatra de la Universidad de Yale, ha insistido en las últimas semanas en plantear dudas sobre la salud mental del presidente. De hecho, pidió hace meses a la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, que demandara un estudio de 72 horas para determinar la sanidad mental del todavía inquilino de la Casa Blanca.
Recién en junio de este año, la psiquiatra Lee dijo en una entrevista con el periodista Igor Derysh, que las “muestras de falsa fuerza” de Trump podrían ser un presagio de una eventual reacción del presidente en caso de perder la elección de noviembre, algo que no está descartado hasta este momento.
Hace sólo seis semanas, y tras la muerte por un cáncer al páncreas de la jueza estadunidense Ruth Bader Ginsburg, un ícono progresista en la Corte Suprema de la potencia del norte, se acrecentaron los temores y preocupaciones sobre la fragilidad de la democracia y el orden constitucional de Estados Unidos.
Observadores consideraron entonces que el deceso de la jueza Bader Ginsburg, una neoyorquina de origen judío, no podría haber ocurrido en un momento más crucial para la vida democrática y aún constitucional de la nación vecina.
El anuncio hecho por Trump sobre la pronta nominación del sucesor (a) de Bader Ginsburg dió al traste con el profundo deseo de la magistrada de mantenerse viva hasta después de las elecciones presidenciales del último martes.
Fue un hecho que la muerte de Bader Ginsburg dio un vuelco total y aciago a la situación política estadunidense porque permitió el nombramiento a cargo del gobierno de Trump hasta de tres miembros de la más alta judicatura del país.
La rapidez del proceso que garantizó el ascenso al supremo tribunal de la jueza Amy Coney Barrett, una auténtica teócrata que interpreta su llegada a la Corte Suprema como un mandato de Dios -así como lo lee- destruyó el precario equilibrio de ideas y fuerzas que durante mucho tiempo permitió un intercambio constructivo de teorías jurídicas y posibilitó la promoción y salvaguarda de los derechos civiles de toda clase de sectores minoritarios de la población, especialmente la mujer, precisamente en un momento histórico en el que confluyen poderosas circunstancias y fuerzas oscurantistas.
Basta recordar lo ocurrido luego de la repentina muerte del juez Antonin Scalia, en 2016, cuando le correspondía en pleno derecho al presidente en ese momento, Barack Obama, nombrar a su reemplazo en la Corte Suprema. Sin embargo, el senador Mitch McConnell, a la sazón jefe de la mayoría republicana en el Senado, frustró ese nombramiento al impedir la celebración de las audiencias de rigor ante el Senado con el candidato propuesto por Obama, Merrick Garland, altamente respetado como jurista moderado a ambos lados del espectro político.
El argumento principal que adujo McConnell para defender la medida fue que no era justo que un presidente nombrara a un nuevo miembro de la Corte Suprema durante su último año en el cargo y en un año de elecciones presidenciales.
Pero fue el mismo McConnell, aún antes de que se enfriara el cuerpo sin vida de la jueza Bader Ginsburg, quien dio un viraje en redondo y anunció, la tarde del 18 de septiembre último, que aceleraría el nombramiento de su reemplazo, en este caso Coney Barrett.
Es imposible subestimar la importancia y las implicaciones del anuncio hecho por McConnell. Puso de manifiesto su hipocresía en la forma más palmaria posible, y brindó una prueba más de que McConnell no tiene el menor escrúpulo en hacer pleno uso del poder político sin miramientos ni consideración alguna de tradición ni decencia --y ahora, sin siquiera respetar sus propias palabras y supuestos principios--, constituyéndose así en digno heredero de Richelieu o Maquiavelo.
En el enrarecido y emponzoñado entorno político que priva en Estados Unidos, cabe calificar de ingenuo a quien deje al menos de tener presente los vasos comunicantes que conectan ciertas áreas de la historia y la política de esa nación.
McConnell es senador por el estado sureño de Kentucky, que durante la Guerra Civil o de Secesión, formó parte de la Confederación, cuya intransigencia en la defensa de la esclavitud de afroamericanos fue lo que desató el conflicto bélico más cruel y sangriento en la historia de este país, más aún que la II Guerra Mundial.
El "Electoral College" fue creado con el único propósito de prevenir la caída en la irrelevancia política de los estados que integraron la Confederación. Hay que tener clara una cosa: la Confederación traicionó al país del que formaba parte y perdió la guerra. Esa institución, que muchos observadores de la política y la historia consideran un anacronismo más perjudicial que beneficioso, tuvo en 2016 un momento estelar al entregarle la victoria a Trump, aun cuando éste perdió el voto popular.
Tampoco es un secreto que los grupos paramilitares de extrema derecha se han venido preparando y apertrechando para lo que consideran una reedición de la Guerra Civil. Esto es un hecho comprobado y recogido por los medios de prensa.
Otro aspecto en el que han reparado los medios es que Trump ha venido sembrando discordia y odio racista, y no ha faltado quien asevere que él se considera --o al menos actúa-- como si fuera presidente de la Confederación o únicamente de los estadounidenses de raza blanca.
La marejada de demandas y contrademandas por las elecciones están ya a la luz de todos quienes quieran ver. En varios estados ya comenzaron los pleitos judiciales.
Ambos partidos políticos ya han organizado grupos de abogados cuyo cometido es, por parte del Partido Republicano, impedir y entorpecer el legítimo ejercicio del voto, y luego poner en tela de juicio la legitimidad de dichos votos y entorpecer o impedir el conteo y la certificación de los resultados.
El Partido Demócrata busca por su parte proteger dicho derecho y salvaguardar el conteo y los resultados de los comicios.
Observadores y analistas advirtieron que la espera a que se resuelvan esas demandas, contrademandas y apelaciones en los tribunales, que con toda seguridad llegarán a instancias de la Corte Suprema, harían que los resultados oficiales y definitivos se demoren días o incluso semanas.
Trump se declaró ganador la misma noche de los comicios, aun cuando no se habían contado todos los votos por correo.
En este contexto es de temer una reacción masiva de la población civil y muy posiblemente agresiones de grupos paramilitares armados de derecha, que puede desembocar en una situación que permitirá a Trump declarar un estado de emergencia nacional e incluso decretar un estado de excepción y aplicar leyes de "insurrección" e incluso de "sedición" contra los manifestantes, como ya ha advertido William Barr, Fiscal General del país y un abierto defensor de Trump, en desmedro de la tradicional imparcialidad de su cargo, y que puede extenderse hasta el 20 de enero de 2021, fecha en que, según la Constitución, debe ser juramentado el nuevo presidente.
En última instancia, se ha sugerido que, más allá de la Corte Suprema y el Congreso, una situación semejante, producto directo de las maquinaciones autoritarias y la crasa ineptitud de Trump, con la participación activa de McConnell y Barr, podría llegar al punto en que el árbitro último sean las Fuerzas Armadas.
El ocupante actual de la Casa Blanca --perdedor del voto popular en 2016, objeto de un juicio político ("impeachment") en 2019 del que salió airoso gracias a la actuación de McConnell en el Senado, demostradamente incompetente en el ejercicio del cargo, tan dado a la mendacidad que el diario The Washington Post se ha dado a la tarea de llevar la cuenta de las falsedades que profiere, y directamente responsable de la muerte de decenas de miles de personas a causa de la covid-19-- ya ha hecho dos anuncios públicos que no podrían ser más claros en cuanto al tenor y la dirección del derrotero político que pretende seguir.
McConnell anticipó que no aceptaría los resultados de las elecciones si no favorecen a Trump, especialmente dado que la votación por correo, ahora hecha imprescindible a causa del coronavirus, será, según él, "inexacta y la más fraudulenta en la historia del país", a despecho de su descarado intento de saboteo del Servicio Postal.
En estas circunstancias, el reto mayor de esta hora será la preservación de la Constitución, el estado de derecho y el orden democrático y constitucional de Estados Unidos.
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@RobertoCienfue1