La violencia y el crimen que flagelan aún en estas horas a Chilpancingo, y que en diferentes momentos también han
impactado a otras ciudades del país, entre ellas Tijuana, varias tamaulipecas, otras michoacanas, e incluso la turística Cancún, por citar algunas con los peores registros del fenómeno, dejan al descubierto el inobjetable fracaso sexenal en materia de seguridad, vinculado con la obstinada, psicodélica e infructuosa política de “abrazos y no balazos” -hágame usted favor-, y que ha empeorado ante la negativa permanente que se aduce sobre la gravedad de estos hechos desde el cómodo y seguro atril del máximo poder político de este país.
Esta violencia también se vio en Chiapas los últimos días de junio pasado cuando al cabo de cuatro días de cautiverio, muy afortunadamente fueron liberados sanos y salvos 16 empleados policiales retenidos por personas armadas, que demandaron la destitución de funcionarios policiales presuntamente involucrados en hechos ilícitos en aquella entidad.
La liberación del grupo de los 16 siguió a una intensa movilización de unos mil elementos policiales y militares y del llamado presidencial para dejarlos en libertad sin ninguna condición, lo que hizo ver, al menos en este caso, la importancia de la actuación gubernamental y del Estado para contener el crimen que se desborda cada vez con mayor frecuencia y más cuando se dejan de manera deliberada o por puro desdén, espacios para ello y se dispensa al crimen con la impunidad o la mano laxa.
Queda claro además que detrás de muchos de los hechos de violencia y crimen que sacuden al país y conforman una nebulosa creciente, se encuentra una huidiza y desdibujada franja entre los grupos delictivos de toda laya y los agentes policiales y militares, responsables de hacer sentir el imperio de la ley y la absoluta voluntad de combatir a los actores violentos o criminales.
Lo mismo estos días en Chilpancingo, que en otros momentos en Tijuana, Los Cabos, Ensenada, Mexicali, Reynosa, Matamoros, Cancún, o diversas ciudades del estado de Michoacán -caso Hipólito Mora en La Ruana-, se trata de urbes convertidas en escenarios y rehenes al mismo tiempo de las disputas entre los abigarrados grupos criminales que laceran amplios trechos de la adolorida geografía nacional.
En el fondo, estos grupos en disputa permanente por el predominio de la fuerza en lo que consideran sus territorios, -ausencia del Estado- aterrorizan a la ciudadanía y se acogen al doble beneficio de una política contra el crimen sustentada en la creencia de prodigar cariño -abrazos- a los criminales so pretexto de que hay que combatir las causas que gatillan el delito, pero que al cabo de cinco años ya probó su ineficacia.
Tal vez haya que esperar entonces a que esta política rinda ese añorado fruto, pero sólo después y si acaso de mucho tiempo y del consiguiente pago obligado con vidas.
Es grave que a esto se añada la impunidad, necesariamente asociada, mientras llega la justicia y los criminales hacen suya la convicción de que su naturaleza, con su cauda trágica, tiene como origen y sobre todo, justificación, en la injusticia social que los condujo al crimen como única posibilidad de vida, y que aun cuando infrinjan o quebranten la ley, no deberían ser sujetos a sanción alguna porque la única paz posible, según la consigna del poder, debería ser el fruto de la justicia. Así que debería colegirse que sólo cuando haya justicia social -algo quimérico hasta ahora- ellos dejarán el crimen. Suena bonito, pero irreal, más aún en un país como el nuestro cada vez más violento y criminal.
Roberto Cienfuegos J.
@RoCienfuegos1